Final feliz
El masajista se llamaba Uriel. Llevaba unos pants blancos muy apretados y una playera gris que permitía, a través de la fibra sintética, que sus bien tonificados pectorales y sus bíceps se vieran más grandes de lo que en realidad eran.
Era un agradable día soleado, se podía escuchar a los niños chapoteando en la alberca del hotel, varios metros abajo. Desde la habitación, Uriel y su cliente, un adolescente que había cumplido dieciocho años dos días antes, parecía que el Universo no estaba fragmentado en pequeñas partículas y que los cuerpos no se desgarraban ni chocaban en el vacío.
La madre del adolescente prácticamente lo había obligado a tomar una sesión con Uriel. La tarde anterior, había escuchado que su madre decía, Uriel había hecho maravillas por ella. Si no hubiera sido por estas pequeñas vacaciones, no sabría cómo regresaría cuerda a la ajetreada vida de la ciudad.
Uriel comenzó a untar un cálido bálsamo con sus enormes manos sobre los blandos omóplatos del adolescente. El contacto de las suaves y morenas, pero duras, manos de Uriel contra la blanca espalda del joven no hacía fricción. La piel no se oponía. Después de unos quince minutos de un profesional masaje que bajaba como una ola de placer por la columna del muchacho, Uriel le pidió que se diera la vuelta. Al principio fue incómodo. No llevaba nada debajo de la toalla y, sí, era verdad, tenía una ligera erección; pero la simétrica cara de Uriel, acompañada por su modulada y profunda voz, lo hacía sentir en paz, en confianza. Afuera, a kilómetros de distancia, el sol ardía en su núcleo.
Uriel notó la erección, que no era demasiado grande, así que prefirió distraer al joven mientras estiraba sus brazos para deshacer las pequeñas bolas de tensión que se acumulaban en sus codos.
-¿Has leído alguna vez a Thomas Mann?, le preguntó.
-No, nunca, contestó el joven, ausente.
-¿A Musil?
-Tampoco, casi no me gusta leer. Prefiero ir al cine.
La erección ahora estaba completamente firme. No había forma de disimularla.
-¿Ah sí? Y... ¿qué tipo de películas te gusta ver?
-Las de acción.
Firme, tiesa, como una carpa de circo, Uriel prácticamente tenía que trabajar al rededor de ella.
-¿Y te gustan las que tienen un final feliz?, preguntó Uriel con un tono de voz difícil de identificar. Sus morenas y gruesas manos estaba trabajando arduamente sobre el abdomen. Para hacer esto, prácticamente debía subirse a la cama.
Finalmente, el joven contestó:
-Me encantan. Aunque depende un poco. En realidad, ahora que lo pienso bien, no siempre salen bien librados. Desde hace varios años la industria de Hollywood ha abusado demasiado de ese recurso, en mi opinión. Me cuesta trabajo creer que los millones de espectadores no se harten pronto del asunto. Por alguna razón, prefiero las películas que terminan con un final abierto, ¿sabes? Como en los cuentos de Carver. No he leído demasiados, no me gusta tanto leer, como te digo, pero me gustaría ver más películas con un final así, arrojado al futuro, al vacío.
-Sí, entiendo lo que dices. A mí no me gusta demasiado el cine de acción, pero veo tu punto. Creo que deberías leer a los clásicos.
-Sí, tal vez.
A partir de ese momento la sesión siguió en silencio y el adolescente se sintió mucho mejor. Su madre tenía razón, Uriel hacía maravillas.