Segunda, léase con calma y poca atención
Una cita con Borges
por José María Conget
A Juan Bonilla
Querido J. M.:
Hoy he regresado a la casa de Long Island, ya vacía de los objetos que representaban la frágil contingencia de mi vida anterior. Vendí casi todos los muebles, regalé los libros. Me quedan sus obras y alguna obligación de la cortesía —esta carta, por ejemplo— con personas que me ayudaron a descubrir mi finalidad última. No volveremos a vernos, eso ya lo habrás supuesto. Tampoco volveré a escribirte. Pero fuiste el primero en asombrarte de mi nombre —creías que era una broma culta— y creo que te debo una explicación. Lee estas páginas y no indagues más sobre la muchacha que creíste conocer y que ya no soy. Otros descubren tarde su vocación o se encuentran de golpe con su destino. Mi vocación, mi destino, tienen la forma del amor y se concretan en una espera larga, ardiente y, sobre todo, confiada. Porque a la vuelta del tiempo, de los tiempos, yo tengo una cita.
Me avergüenza reconocer que, en contra de esa tradición que se remonta a la Vita Nuova y que establece una memoria imborrable de la primera vez que percibimos a la persona amada, yo no puedo evocar el momento preciso en que tuve conciencia de que Borges era Borges. Es más, al principio, en mi primer o segundo curso de universitaria, cuando cualquier profesor mencionaba su nombre bajo alguna de esas absurdas etiquetas con las que los académicos pretenden ordenar la confusión del mundo (probablemente la de post-moderno), yo lo confundía con el del escritor británico que firmó A Clockwork Orange y Earthly Powers. Escuché su nombre y no hubo temblor premonitorio ni otras cifradas señales a las que cierta literatura nos ha acostumbrado. O no las hubo hasta que, hojeando distraída una selección de textos ¿post-modernos? en inglés, encontré unas líneas que me turbaron: eran de Borges. Los poemas que nos conmueven parecen aludirnos íntimamente y yo no era ajena a esa experiencia. Nunca me había ocurrido, sin embargo, el encontrarme invocada de forma directa, con nombre y apellido, en las líneas de un autor desconocido al que ni siquiera leía en su propia lengua. Atribuí a lo que entonces consideré extravagante casualidad la zozobra que me agitaba el pecho. En fin, se sabe que el azar es tantas veces la coartada de nuestra ignorancia y yo esgrimía esas explicaciones que nada explican para racionalizar una emoción que se revelaba mucho más poderosa que mis sensatos argumentos. En esa época estaba ya casada con Michael y el matrimonio, que calificaré de prematuro, no era el peor de mis errores; yo era muy joven, muy pedante y, que los dioses me perdonen, telqueliana. Michael y yo solíamos citar unas palabras de Barthes que nos conferían una idiota superioridad: «Saber que uno no escribe para el otro, saber que estas cosas que voy a escribir nunca harán que me ame quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que ella está precisamente allí donde tú no estás: tal es el comienzo de la escritura». Bien, desde el instante en que leí el fragmento de Borges añadí un conocimiento a la lista de saberes que enumera el intelectual francés: supe que todos eran radicalmente falsos.
Afirmar que a partir de ese momento cambió mi vida es una banalidad enfática que no refleja la progresiva pasión que se apoderó de mis jornadas. Tal vez el término religioso metanoia, y disculpa de nuevo la pedantería, la caída del caballo en el camino a Damasco, reproduzca el trastorno violento que padecía y la imposibilidad de aferrarme a los que habían constituído mis hábitos e intereses, transformados de repente en ropa encogida, en comida sin sabor. La curiosidad inicial, quién era Borges, qué había escrito, me llevó a las traducciones de sus obras al inglés y al francés y, en seguida, a tomar decisiones drásticas en relación a mi futuro inmediato, tan rígidamente programado como el de cualquier estudiante que encauza su porvenir hacia los aburridos vericuetos del jardín de Academos. Abandoné la idea de obtener un master en Cultural Studies y me pasé al departamento de Español; me enteré luego de que en otra universidad de la ciudad impartía clases una especialista en Borges y anulé mi matrícula en Columbia para incorporarme al campus de New York University. Todavía pensaba que lo que había hallado era un terreno de investigación personal, mi terreno; todavía vivía con Michael y utilizaba su apellido. Pero una noche me dijo que había empezado a leer a Borges —quería entender mi súbito encaprichamiento, como él lo llamaba— y que no le parecía gran cosa; confirmé entonces lo que mis vísceras ya me habían advertido: que la relación estaba terminada.
Aprendí español, ya lo sabes. Era el instrumento imprescindible para acercarme a la difusa meta de entender a Borges. Es, también, el único idioma del mundo en el que "entre mi amor y yo han de levantarse/ trescientas noches como trescientas paredes" (o trescientos siglos, qué importancia tiene). Al cabo de unos pocos años no sólo hablaba castellano con acento porteño sino que fatigaba anaqueles minuciosamente mientras me desgastaba el tiempo incesante (o a veces tenue) en las bibliotecas infinitas que me deparaba mi vaga suerte. Otro poeta de lengua española declaró que el primero que comparó las lágrimas con perlas fue un genio y el último que lo repitió un imbécil. Me pregunto a cuántos lectores Borges ha vuelto imbéciles; lo cierto es que, igual que entre la aristocracia británica del XIX se difundió el uso exclusivo de shibboleths, es decir, vocablos que sólo los de su clase podían emitir en un sentido preciso cuyo desvío denunciaba a los arribistas sociales, los snobs o los intrusos, así los borgianos nos identificamos por unos tics estilísticos y léxicos que, si bien otorgan el barniz prestigioso de un club privado, por otra parte nos convierten en la borrosa caricatura de lo que imitamos vanamente. Quiero añadir, como disculpa, que en mi caso la imitación fue sólo un primer peldaño en el esfuerzo por comprender lo que empezaba a obsesionarme.
Me costó lograr que mi tutora aceptase, y no sin reservas, el tema de mi trabajo de fin de carrera: el amor en Borges. «Eso es como el cine en Góngora» fue su comentario inicial. Con reprimida indignación le demostré que, muy al contrario, el amor es referencia central en el corpus borgiano. Haber escrito la expresión corpus borgiano es, sin duda, un resabio de aquella época. Cuánto sudor baldío para sumar una nota a pie de página y una entrada más en la bibliografía del próximo escribano que escoja parasitar al mismo autor para perpetrar su tesis. Con escepticismo creciente consulté todo lo que sobre Borges almacenaban las estanterías de mi universidad y recurrí luego a la Public Library, a costosas indagaciones de agentes que me buscaban material en Argentina. Desde el comienzo intuí que no había lectura más informativa que las propias páginas del autor. Pero todavía me dominaba el prurito universitario de conceder un valor a la absurda acumulación de laboriosas reiteraciones, delirios tangenciales o pomposos subrayados de lo obvio que constituyen el noventa por ciento de las publicaciones académicas. Yo misma, mareada por el comercio con tanto derroche de palabras, acepté y rechacé sucesivamente dos interpretaciones sobre el amor en Borges que hoy no dejan de abochorname.
La primera, inevitablemente —así lo exigían las modas al uso—, fue sicoanalítica. Prescindiré de la hojarasca de esa jerga abstrusa para sintetizar el cuadro clínico perfecto del complejo de Edipo más ejemplar desde el que escenificó Sófocles. El teorema concluía con Borges simbólicamente arrancándose los ojos de acuerdo al célebre modelo y comenzaba, si no con la freudiana escena original, con aquel «atardecer en un piso de la calle Dubourg» o Dufour que sólo Borges podía mencionar a Borges en el cuento «El otro» de El libro de arena. A las revelaciones, entre chismosas y fenicias, de las innecesarias memorias de Estela Canto debemos las anécdotas que ponen en marcha la maquinaria edípica; a los acontecimientos que inspiraron uno de sus mejores relatos, El Sur, el desenlace trágico; y la larga convivencia de Borges y Leonor de Acevedo —hay una fotografía de ambos, tomada en Londres a mediados de los años 60, que parece retratar, en vez de a una madre y su hijo, a una pareja de jubilados en el viaje que celebra sus bodas de oro conyugales— ratificaba la teoría. Es cierto que las piezas encajan demasiado bien. El padre, que usurpa a la fuerza su puesto en el lecho, le ofrece la compensación del coito mercenario provocando (al descubrir indirectamente la culpa secreta) una herida que no cicatrizará y que hará fracasar todas las futuras aproximaciones eróticas. Borges recordó en tantas ocasiones que desde la infancia se había sentido indigno de ser querido —«yo creía que ser amado habría sido una injusticia»— que nada más sencillo que detectar la culpa sexual en aquel niño que recibía los regalos de cumpleaños «como un impostor». A cualquier sicoanalista de medio pelo se le aceleraría el petulante pulso al tropezarse con las reflexiones de Emma Zunz: «Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que ahora a ella le hacían». La cosa horrible traduce, en efecto, una inmadurez que llega a la puerilidad cuando en La secta del Fénix, uno de los pocos textos de Borges verdaderamente ingenuos, se nos advierte que algunos «no se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos». Para redondear la satisfacción del analista, el mismo año en que muere su padre, 1938, Borges, libre ya del rival, sufre el famoso accidente —un acto fallido, por supuesto— que lo tendrá entre la vida y la muerte y lo condenará definitivamente a la ceguera, o lo que es lo mismo, Borges se arranca los ojos. Hasta aquí llegaron mis indagaciones. Pero algo fallaba en aquella construcción. En primer lugar, la ceguera de Borges se debió a una enfermedad congénita heredada del padre y no al golpe en la cabeza con el batiente de una ventana que no vio. En segundo lugar, cuando Borges se hirió no iba a ocupar el puesto del padre junto a doña Leonor sino a la cita con una muchacha. Se podría aducir que el accidente representa la autopunición de Borges por traicionar a la madre, a la que abandonaba en favor de otra mujer, y sospecho que habrá mentalidad barroca que combine ambas motivaciones y les dé un matiz finalista: Borges se mutila —entiéndase el verbo freudianamente— para no engañar a la madre que desea y para incapacitarse a la realización de ese deseo. No quise forzar más mi credulidad. Una convicción secreta, de la que te hablaré luego, se iba imponiendo en mi ánimo. De momento, para mí el papel de doña Leonor en la biografía de Borges quedaba limitado al que su hijo le concedió en una famosa dedicatoria: la de haber transmitido «tu memoria y con ella la memoria de tus mayores».
La segunda interpretación del amor en Borges, que acaso no contradice la anterior y que yo igualmente rechacé, es la que llamaré platónica, un adjetivo que suele aplicarse con excesiva ligereza a varios aspectos de su obra. Me temo, además, que para referirse a lo amoroso se emplea el término platónico en su acepción popular y adolescente que equivale a idealizado, o sea, casto, asexual. Que Borges fuera desdichado en sus amores no significa que aspirase a eliminar de ellos el erotismo. Hay tantos versos que yo me he repetido a solas: «¡Oh un oro más precioso, tu cabello / que ansían estas manos» y «Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo», o esta «terca demanda que nadie no se ha hecho: / ¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?». Cada uno encuentra lo que busca. Si el sicoanalista se centra en la vergüenza por la vida sexual de los padres, yo me quedo con Ullrica y esa elegante forma de ser explícito: «Secular en la sombra fluyó el amor». Se citan con frecuencia unos versos del poema temprano Amorosa anticipación olvidando que, si no me equivoco, se trata de una fantasía de relajamiento tras una desfloración: el poeta contempla el sueño de la amada, que le parece así «virgen otra vez». Hay otro sentido más riguroso de platónico que encasilla al escritor entre los filósofos idealistas. De nuevo se confunden sus lecturas y su fascinación por la metafísica con una forma de entender la existencia y más concretamente el amor. Platón promulgaba una realidad patrón que nuestro modesto mundo sublunar copia de manera infiel y difusa; el amor inicia un proceso mental por el que una mujer o un hombre amados son el primer paso para abstraernos y elevarnos hacia la idea modelo y eterna de mujer, de hombre, del amor mismo. Nada más lejano de ese Borges que en Otro poema de los dones agradece «el amor, que nos deja ver a los otros / como los ve la divinidad» repitiendo un concepto que cerca de medio siglo antes había ya expresado en Luna de enfrente, «…te veré por vez primera, quizá, / como Dios ha de verte» y que, según explicó en diversas entrevistas, significa «que una persona enamorada ve a la otra como Dios la ve, es decir, se da cuenta de que la otra persona es única». Ese ser único se ubica en el polo opuesto de la entelequia platónica y Dios es en esas citas el bíblico que nos individualiza hasta el extremo de conocer el número exacto de los cabellos de cada uno. Cuando llegué a esta conclusión ya no me cabía duda de que las líneas primeras que leí de Borges y que me habían enviado a una peregrinación por su obra que ya duraba varios años, no eran producto de la casualidad.
Michael y yo vivíamos separados. En esa época formalizamos un divorcio que a él le urgía y a mí me resultaba indiferente. Como consecuencia —la palabra compensación no puede ser más inexacta— recibí la casa de Long Island, desde la que ahora te escribo, y una mensualidad que no regateé, quizá pequeña, pero que me permitirá agotar mis años en la necesaria espera. Muertos mis padres e inencontrables mis parientes europeos, busqué el nombre de los míos en los ordenadores de Ellis Island que registran la entrada en América de los inmigrantes; inexplicablemente no figura allí. Cuando te conocí en la biblioteca española de la calle 42, todavía firmaba como Parker. Poco después decidí volver a usar mi identidad de soltera, probablemente a raíz de la primera noche que pasamos juntos y en la que te reíste de los que llamabas mis enigmas, «la broma culta de tu apellido apócrifo», como dijiste. Créeme, no es apócrifo. Confío en que mi desaparición no te hiciera sufrir demasiado. No fuiste el único hombre después de Michael pero tampoco hubo muchos, los precisos para convencerme de que mi pasividad erótica, reprochada por mi ex-marido, no respondía a una incapacidad física o síquica. Comprobé que podía practicar eficientemente los rituales de la secta del Fénix; ocurría que no me interesaba hacerlo y por un motivo: mi teoría sobre el amor en Borges había dejado de ser la hipótesis de una aspirante al doctorado para erigirse en la convicción básica de mi existencia.
Todos los amigos de Borges coinciden en el testimonio de que fue un hombre enamoradizo. El mismo admite, en sus conversaciones con Osvaldo Ferrari, que «he estado enamorado siempre a lo largo de mi vida, desde que tengo memoria, siempre». Para ratificarlo ahí está la larga nómina de señoras que sus biógrafos listan entre especulaciones. Tanto el adjetivo enamoradizo como las diversas damas que encarnaron el objeto de sus deseos, trivializan el anhelo de lo que, no me cabe duda, fue para Borges mucho más trascendental que su patria, su familia y su literatura. Alegarás, y no serás el primero, que el amor ocupa un parco espacio en el conjunto de su obra. Falso. Las palabras más íntimas e intransferibles de Borges se relacionan con el amor; el resto de su producción es secundario, o por decirlo con la expresión de otro escritor, «una defensa contra las ofensas de la vida», y a nadie se le oculta de qué sustancia dolorosa están tejidas esas ofensas. ¿Recordaré versos tan reveladores como los que decriben al poeta Enrique Banchs, «la equívoca fortuna / hizo que una mujer no lo quisiera; / esa historia es la historia de cualquiera / pero de cuantas hay bajo la luna / es la que duele más»? O «el nombre de una mujer me delata. / Me duele una mujer por todo el cuerpo». O «un símbolo, una rosa, te desgarra / Y te puede matar una guitarra» porque «ya no es mágico el mundo. Te han dejado». ¿Ha expresado alguien la angustia de la separación con mayor dramatismo que «tu ausencia me rodea / como la cuerda a la garganta»? ¿O el patetismo, no la pathetic falacy, que él tantas veces denunció, sino la pasión medular del recuerdo imposible: «Qué no daría yo por la memoria / De que me hubieras querido / Y de no haber dormido hasta la aurora, desgarrado y feliz»? Releía yo docenas de veces esas manifestaciones de la frustración, la humillación y el rechazo y me percataba de que con tan triste material se construía un monumento magnífico a la necesidad del amor y la obligación de buscarlo sin fin. Hay dos fragmentos que retornaban a mi mente como una convocatoria directa y personal. El primero lo redactó el pudor de Borges en inglés: «I can give you my loneliness, my darkness, the hunger of my heart; I am trying to bribe you with uncertainty, with danger, with defeat»; el segundo, muy posterior cronológicamente, cierra el poema Lo perdido: «Pienso también en esa compañera / Que me esperaba, y que tal vez me espera». Yo comprendía y aceptaba esa oferta, ese paradójico soborno, y me invadía la certeza implacable de que de mí dependía, porque a mí se dirigían sus palabras, que la compañera que tal vez esperaba a Borges lo esperase de verdad. El escribió asimismo: «Nadie pierde sino lo que no tiene y no ha tenido nunca». Después de tantos nombres de mujeres reales, el hueco, la ausencia, «el amor que espero y que no pido» lo ocupaba el nombre, que todos juzgaron inventado y de una mujer inventada, y que era el mío.
Yo ya no obedecía sino a su voz y a esa emoción que su voz definió como «un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón». Como habrás supuesto, nunca tuvo lugar mi disertación doctoral. ¿Cómo iba a justificar ante el tribunal universitario que la razón última de mi desprecio por los argumentos sicoanalíticos o filosóficos en torno al amor en Borges era saberme yo la amada, la destinataria final y auténtica de su obra y de su vida? Transferí mi apartamento de Manhattan, vendí el coche y las posesiones que me ataban al pasado. Hoy me he instalado en la casona de Long Island con la sola misión de esperar a Borges. Adivino tu sonrisa alarmada mientras repasas estas líneas. No me he vuelto loca. La lógica vulgar opone por lo menos dos hechos al cumplimiento de mi propósito. No ignoro el afecto que unió a Borges con María Kodama y la concatenación de causas y efectos «que se precisaron para que nuestras manos se encontraran»; contrarresto esos y otros versos y la dedicatoria de La cifra con otros de un poema incluido en ese mismo libro, en el que el amor sigue siendo «insidiosa esperanza intermitente» y, sobre todo, con la verdad palmaria de mi nombre y apellido. Más difícil de refutar es el hecho aplastante de que Borges murió en Ginebra hace 12 años y no es razonable esperar a un muerto. No soy espiritista ni me complacería la visita de un ectoplasma. Pero nadie sabe si lo que pasó una vez no volverá a ocurrir con variantes, si los senderos que se bifurcan no vuelven a juntarse en un punto para dar nacimiento a un camino distinto en el que yo obedeceré el ruego de Borges «defiéndeme de ser el que he sido» haciendo que sea el único que lamentaba no haber sido. Y entonces nos encontraremos y le diré te esperaba, Borges, te esperaba desde antes de vivir, te he esperado durante siglos y tiempos transversales y paralelos, porque yo, que tantas mujeres he sido, no he sido todavía aquella que desfallecía en tu abrazo, Borges. Soy yo, soy Matilde Urbach.
Sevilla, enero de 1999
por José María Conget
A Juan Bonilla
Querido J. M.:
Hoy he regresado a la casa de Long Island, ya vacía de los objetos que representaban la frágil contingencia de mi vida anterior. Vendí casi todos los muebles, regalé los libros. Me quedan sus obras y alguna obligación de la cortesía —esta carta, por ejemplo— con personas que me ayudaron a descubrir mi finalidad última. No volveremos a vernos, eso ya lo habrás supuesto. Tampoco volveré a escribirte. Pero fuiste el primero en asombrarte de mi nombre —creías que era una broma culta— y creo que te debo una explicación. Lee estas páginas y no indagues más sobre la muchacha que creíste conocer y que ya no soy. Otros descubren tarde su vocación o se encuentran de golpe con su destino. Mi vocación, mi destino, tienen la forma del amor y se concretan en una espera larga, ardiente y, sobre todo, confiada. Porque a la vuelta del tiempo, de los tiempos, yo tengo una cita.
Me avergüenza reconocer que, en contra de esa tradición que se remonta a la Vita Nuova y que establece una memoria imborrable de la primera vez que percibimos a la persona amada, yo no puedo evocar el momento preciso en que tuve conciencia de que Borges era Borges. Es más, al principio, en mi primer o segundo curso de universitaria, cuando cualquier profesor mencionaba su nombre bajo alguna de esas absurdas etiquetas con las que los académicos pretenden ordenar la confusión del mundo (probablemente la de post-moderno), yo lo confundía con el del escritor británico que firmó A Clockwork Orange y Earthly Powers. Escuché su nombre y no hubo temblor premonitorio ni otras cifradas señales a las que cierta literatura nos ha acostumbrado. O no las hubo hasta que, hojeando distraída una selección de textos ¿post-modernos? en inglés, encontré unas líneas que me turbaron: eran de Borges. Los poemas que nos conmueven parecen aludirnos íntimamente y yo no era ajena a esa experiencia. Nunca me había ocurrido, sin embargo, el encontrarme invocada de forma directa, con nombre y apellido, en las líneas de un autor desconocido al que ni siquiera leía en su propia lengua. Atribuí a lo que entonces consideré extravagante casualidad la zozobra que me agitaba el pecho. En fin, se sabe que el azar es tantas veces la coartada de nuestra ignorancia y yo esgrimía esas explicaciones que nada explican para racionalizar una emoción que se revelaba mucho más poderosa que mis sensatos argumentos. En esa época estaba ya casada con Michael y el matrimonio, que calificaré de prematuro, no era el peor de mis errores; yo era muy joven, muy pedante y, que los dioses me perdonen, telqueliana. Michael y yo solíamos citar unas palabras de Barthes que nos conferían una idiota superioridad: «Saber que uno no escribe para el otro, saber que estas cosas que voy a escribir nunca harán que me ame quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que ella está precisamente allí donde tú no estás: tal es el comienzo de la escritura». Bien, desde el instante en que leí el fragmento de Borges añadí un conocimiento a la lista de saberes que enumera el intelectual francés: supe que todos eran radicalmente falsos.
Afirmar que a partir de ese momento cambió mi vida es una banalidad enfática que no refleja la progresiva pasión que se apoderó de mis jornadas. Tal vez el término religioso metanoia, y disculpa de nuevo la pedantería, la caída del caballo en el camino a Damasco, reproduzca el trastorno violento que padecía y la imposibilidad de aferrarme a los que habían constituído mis hábitos e intereses, transformados de repente en ropa encogida, en comida sin sabor. La curiosidad inicial, quién era Borges, qué había escrito, me llevó a las traducciones de sus obras al inglés y al francés y, en seguida, a tomar decisiones drásticas en relación a mi futuro inmediato, tan rígidamente programado como el de cualquier estudiante que encauza su porvenir hacia los aburridos vericuetos del jardín de Academos. Abandoné la idea de obtener un master en Cultural Studies y me pasé al departamento de Español; me enteré luego de que en otra universidad de la ciudad impartía clases una especialista en Borges y anulé mi matrícula en Columbia para incorporarme al campus de New York University. Todavía pensaba que lo que había hallado era un terreno de investigación personal, mi terreno; todavía vivía con Michael y utilizaba su apellido. Pero una noche me dijo que había empezado a leer a Borges —quería entender mi súbito encaprichamiento, como él lo llamaba— y que no le parecía gran cosa; confirmé entonces lo que mis vísceras ya me habían advertido: que la relación estaba terminada.
Aprendí español, ya lo sabes. Era el instrumento imprescindible para acercarme a la difusa meta de entender a Borges. Es, también, el único idioma del mundo en el que "entre mi amor y yo han de levantarse/ trescientas noches como trescientas paredes" (o trescientos siglos, qué importancia tiene). Al cabo de unos pocos años no sólo hablaba castellano con acento porteño sino que fatigaba anaqueles minuciosamente mientras me desgastaba el tiempo incesante (o a veces tenue) en las bibliotecas infinitas que me deparaba mi vaga suerte. Otro poeta de lengua española declaró que el primero que comparó las lágrimas con perlas fue un genio y el último que lo repitió un imbécil. Me pregunto a cuántos lectores Borges ha vuelto imbéciles; lo cierto es que, igual que entre la aristocracia británica del XIX se difundió el uso exclusivo de shibboleths, es decir, vocablos que sólo los de su clase podían emitir en un sentido preciso cuyo desvío denunciaba a los arribistas sociales, los snobs o los intrusos, así los borgianos nos identificamos por unos tics estilísticos y léxicos que, si bien otorgan el barniz prestigioso de un club privado, por otra parte nos convierten en la borrosa caricatura de lo que imitamos vanamente. Quiero añadir, como disculpa, que en mi caso la imitación fue sólo un primer peldaño en el esfuerzo por comprender lo que empezaba a obsesionarme.
Me costó lograr que mi tutora aceptase, y no sin reservas, el tema de mi trabajo de fin de carrera: el amor en Borges. «Eso es como el cine en Góngora» fue su comentario inicial. Con reprimida indignación le demostré que, muy al contrario, el amor es referencia central en el corpus borgiano. Haber escrito la expresión corpus borgiano es, sin duda, un resabio de aquella época. Cuánto sudor baldío para sumar una nota a pie de página y una entrada más en la bibliografía del próximo escribano que escoja parasitar al mismo autor para perpetrar su tesis. Con escepticismo creciente consulté todo lo que sobre Borges almacenaban las estanterías de mi universidad y recurrí luego a la Public Library, a costosas indagaciones de agentes que me buscaban material en Argentina. Desde el comienzo intuí que no había lectura más informativa que las propias páginas del autor. Pero todavía me dominaba el prurito universitario de conceder un valor a la absurda acumulación de laboriosas reiteraciones, delirios tangenciales o pomposos subrayados de lo obvio que constituyen el noventa por ciento de las publicaciones académicas. Yo misma, mareada por el comercio con tanto derroche de palabras, acepté y rechacé sucesivamente dos interpretaciones sobre el amor en Borges que hoy no dejan de abochorname.
La primera, inevitablemente —así lo exigían las modas al uso—, fue sicoanalítica. Prescindiré de la hojarasca de esa jerga abstrusa para sintetizar el cuadro clínico perfecto del complejo de Edipo más ejemplar desde el que escenificó Sófocles. El teorema concluía con Borges simbólicamente arrancándose los ojos de acuerdo al célebre modelo y comenzaba, si no con la freudiana escena original, con aquel «atardecer en un piso de la calle Dubourg» o Dufour que sólo Borges podía mencionar a Borges en el cuento «El otro» de El libro de arena. A las revelaciones, entre chismosas y fenicias, de las innecesarias memorias de Estela Canto debemos las anécdotas que ponen en marcha la maquinaria edípica; a los acontecimientos que inspiraron uno de sus mejores relatos, El Sur, el desenlace trágico; y la larga convivencia de Borges y Leonor de Acevedo —hay una fotografía de ambos, tomada en Londres a mediados de los años 60, que parece retratar, en vez de a una madre y su hijo, a una pareja de jubilados en el viaje que celebra sus bodas de oro conyugales— ratificaba la teoría. Es cierto que las piezas encajan demasiado bien. El padre, que usurpa a la fuerza su puesto en el lecho, le ofrece la compensación del coito mercenario provocando (al descubrir indirectamente la culpa secreta) una herida que no cicatrizará y que hará fracasar todas las futuras aproximaciones eróticas. Borges recordó en tantas ocasiones que desde la infancia se había sentido indigno de ser querido —«yo creía que ser amado habría sido una injusticia»— que nada más sencillo que detectar la culpa sexual en aquel niño que recibía los regalos de cumpleaños «como un impostor». A cualquier sicoanalista de medio pelo se le aceleraría el petulante pulso al tropezarse con las reflexiones de Emma Zunz: «Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que ahora a ella le hacían». La cosa horrible traduce, en efecto, una inmadurez que llega a la puerilidad cuando en La secta del Fénix, uno de los pocos textos de Borges verdaderamente ingenuos, se nos advierte que algunos «no se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos». Para redondear la satisfacción del analista, el mismo año en que muere su padre, 1938, Borges, libre ya del rival, sufre el famoso accidente —un acto fallido, por supuesto— que lo tendrá entre la vida y la muerte y lo condenará definitivamente a la ceguera, o lo que es lo mismo, Borges se arranca los ojos. Hasta aquí llegaron mis indagaciones. Pero algo fallaba en aquella construcción. En primer lugar, la ceguera de Borges se debió a una enfermedad congénita heredada del padre y no al golpe en la cabeza con el batiente de una ventana que no vio. En segundo lugar, cuando Borges se hirió no iba a ocupar el puesto del padre junto a doña Leonor sino a la cita con una muchacha. Se podría aducir que el accidente representa la autopunición de Borges por traicionar a la madre, a la que abandonaba en favor de otra mujer, y sospecho que habrá mentalidad barroca que combine ambas motivaciones y les dé un matiz finalista: Borges se mutila —entiéndase el verbo freudianamente— para no engañar a la madre que desea y para incapacitarse a la realización de ese deseo. No quise forzar más mi credulidad. Una convicción secreta, de la que te hablaré luego, se iba imponiendo en mi ánimo. De momento, para mí el papel de doña Leonor en la biografía de Borges quedaba limitado al que su hijo le concedió en una famosa dedicatoria: la de haber transmitido «tu memoria y con ella la memoria de tus mayores».
La segunda interpretación del amor en Borges, que acaso no contradice la anterior y que yo igualmente rechacé, es la que llamaré platónica, un adjetivo que suele aplicarse con excesiva ligereza a varios aspectos de su obra. Me temo, además, que para referirse a lo amoroso se emplea el término platónico en su acepción popular y adolescente que equivale a idealizado, o sea, casto, asexual. Que Borges fuera desdichado en sus amores no significa que aspirase a eliminar de ellos el erotismo. Hay tantos versos que yo me he repetido a solas: «¡Oh un oro más precioso, tu cabello / que ansían estas manos» y «Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo», o esta «terca demanda que nadie no se ha hecho: / ¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?». Cada uno encuentra lo que busca. Si el sicoanalista se centra en la vergüenza por la vida sexual de los padres, yo me quedo con Ullrica y esa elegante forma de ser explícito: «Secular en la sombra fluyó el amor». Se citan con frecuencia unos versos del poema temprano Amorosa anticipación olvidando que, si no me equivoco, se trata de una fantasía de relajamiento tras una desfloración: el poeta contempla el sueño de la amada, que le parece así «virgen otra vez». Hay otro sentido más riguroso de platónico que encasilla al escritor entre los filósofos idealistas. De nuevo se confunden sus lecturas y su fascinación por la metafísica con una forma de entender la existencia y más concretamente el amor. Platón promulgaba una realidad patrón que nuestro modesto mundo sublunar copia de manera infiel y difusa; el amor inicia un proceso mental por el que una mujer o un hombre amados son el primer paso para abstraernos y elevarnos hacia la idea modelo y eterna de mujer, de hombre, del amor mismo. Nada más lejano de ese Borges que en Otro poema de los dones agradece «el amor, que nos deja ver a los otros / como los ve la divinidad» repitiendo un concepto que cerca de medio siglo antes había ya expresado en Luna de enfrente, «…te veré por vez primera, quizá, / como Dios ha de verte» y que, según explicó en diversas entrevistas, significa «que una persona enamorada ve a la otra como Dios la ve, es decir, se da cuenta de que la otra persona es única». Ese ser único se ubica en el polo opuesto de la entelequia platónica y Dios es en esas citas el bíblico que nos individualiza hasta el extremo de conocer el número exacto de los cabellos de cada uno. Cuando llegué a esta conclusión ya no me cabía duda de que las líneas primeras que leí de Borges y que me habían enviado a una peregrinación por su obra que ya duraba varios años, no eran producto de la casualidad.
Michael y yo vivíamos separados. En esa época formalizamos un divorcio que a él le urgía y a mí me resultaba indiferente. Como consecuencia —la palabra compensación no puede ser más inexacta— recibí la casa de Long Island, desde la que ahora te escribo, y una mensualidad que no regateé, quizá pequeña, pero que me permitirá agotar mis años en la necesaria espera. Muertos mis padres e inencontrables mis parientes europeos, busqué el nombre de los míos en los ordenadores de Ellis Island que registran la entrada en América de los inmigrantes; inexplicablemente no figura allí. Cuando te conocí en la biblioteca española de la calle 42, todavía firmaba como Parker. Poco después decidí volver a usar mi identidad de soltera, probablemente a raíz de la primera noche que pasamos juntos y en la que te reíste de los que llamabas mis enigmas, «la broma culta de tu apellido apócrifo», como dijiste. Créeme, no es apócrifo. Confío en que mi desaparición no te hiciera sufrir demasiado. No fuiste el único hombre después de Michael pero tampoco hubo muchos, los precisos para convencerme de que mi pasividad erótica, reprochada por mi ex-marido, no respondía a una incapacidad física o síquica. Comprobé que podía practicar eficientemente los rituales de la secta del Fénix; ocurría que no me interesaba hacerlo y por un motivo: mi teoría sobre el amor en Borges había dejado de ser la hipótesis de una aspirante al doctorado para erigirse en la convicción básica de mi existencia.
Todos los amigos de Borges coinciden en el testimonio de que fue un hombre enamoradizo. El mismo admite, en sus conversaciones con Osvaldo Ferrari, que «he estado enamorado siempre a lo largo de mi vida, desde que tengo memoria, siempre». Para ratificarlo ahí está la larga nómina de señoras que sus biógrafos listan entre especulaciones. Tanto el adjetivo enamoradizo como las diversas damas que encarnaron el objeto de sus deseos, trivializan el anhelo de lo que, no me cabe duda, fue para Borges mucho más trascendental que su patria, su familia y su literatura. Alegarás, y no serás el primero, que el amor ocupa un parco espacio en el conjunto de su obra. Falso. Las palabras más íntimas e intransferibles de Borges se relacionan con el amor; el resto de su producción es secundario, o por decirlo con la expresión de otro escritor, «una defensa contra las ofensas de la vida», y a nadie se le oculta de qué sustancia dolorosa están tejidas esas ofensas. ¿Recordaré versos tan reveladores como los que decriben al poeta Enrique Banchs, «la equívoca fortuna / hizo que una mujer no lo quisiera; / esa historia es la historia de cualquiera / pero de cuantas hay bajo la luna / es la que duele más»? O «el nombre de una mujer me delata. / Me duele una mujer por todo el cuerpo». O «un símbolo, una rosa, te desgarra / Y te puede matar una guitarra» porque «ya no es mágico el mundo. Te han dejado». ¿Ha expresado alguien la angustia de la separación con mayor dramatismo que «tu ausencia me rodea / como la cuerda a la garganta»? ¿O el patetismo, no la pathetic falacy, que él tantas veces denunció, sino la pasión medular del recuerdo imposible: «Qué no daría yo por la memoria / De que me hubieras querido / Y de no haber dormido hasta la aurora, desgarrado y feliz»? Releía yo docenas de veces esas manifestaciones de la frustración, la humillación y el rechazo y me percataba de que con tan triste material se construía un monumento magnífico a la necesidad del amor y la obligación de buscarlo sin fin. Hay dos fragmentos que retornaban a mi mente como una convocatoria directa y personal. El primero lo redactó el pudor de Borges en inglés: «I can give you my loneliness, my darkness, the hunger of my heart; I am trying to bribe you with uncertainty, with danger, with defeat»; el segundo, muy posterior cronológicamente, cierra el poema Lo perdido: «Pienso también en esa compañera / Que me esperaba, y que tal vez me espera». Yo comprendía y aceptaba esa oferta, ese paradójico soborno, y me invadía la certeza implacable de que de mí dependía, porque a mí se dirigían sus palabras, que la compañera que tal vez esperaba a Borges lo esperase de verdad. El escribió asimismo: «Nadie pierde sino lo que no tiene y no ha tenido nunca». Después de tantos nombres de mujeres reales, el hueco, la ausencia, «el amor que espero y que no pido» lo ocupaba el nombre, que todos juzgaron inventado y de una mujer inventada, y que era el mío.
Yo ya no obedecía sino a su voz y a esa emoción que su voz definió como «un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón». Como habrás supuesto, nunca tuvo lugar mi disertación doctoral. ¿Cómo iba a justificar ante el tribunal universitario que la razón última de mi desprecio por los argumentos sicoanalíticos o filosóficos en torno al amor en Borges era saberme yo la amada, la destinataria final y auténtica de su obra y de su vida? Transferí mi apartamento de Manhattan, vendí el coche y las posesiones que me ataban al pasado. Hoy me he instalado en la casona de Long Island con la sola misión de esperar a Borges. Adivino tu sonrisa alarmada mientras repasas estas líneas. No me he vuelto loca. La lógica vulgar opone por lo menos dos hechos al cumplimiento de mi propósito. No ignoro el afecto que unió a Borges con María Kodama y la concatenación de causas y efectos «que se precisaron para que nuestras manos se encontraran»; contrarresto esos y otros versos y la dedicatoria de La cifra con otros de un poema incluido en ese mismo libro, en el que el amor sigue siendo «insidiosa esperanza intermitente» y, sobre todo, con la verdad palmaria de mi nombre y apellido. Más difícil de refutar es el hecho aplastante de que Borges murió en Ginebra hace 12 años y no es razonable esperar a un muerto. No soy espiritista ni me complacería la visita de un ectoplasma. Pero nadie sabe si lo que pasó una vez no volverá a ocurrir con variantes, si los senderos que se bifurcan no vuelven a juntarse en un punto para dar nacimiento a un camino distinto en el que yo obedeceré el ruego de Borges «defiéndeme de ser el que he sido» haciendo que sea el único que lamentaba no haber sido. Y entonces nos encontraremos y le diré te esperaba, Borges, te esperaba desde antes de vivir, te he esperado durante siglos y tiempos transversales y paralelos, porque yo, que tantas mujeres he sido, no he sido todavía aquella que desfallecía en tu abrazo, Borges. Soy yo, soy Matilde Urbach.
Sevilla, enero de 1999
1 Comments:
antes cuando no se sabía quién era matilde urbach era más divertido
Post a Comment
<< Home